GATOS DE ALFOMBRA
16 de Marzo del 2012
Metepec, Estado de México
El día llegaba a su fin de una manera poco usual en algún lugar que no parece Raquelandia. Pues si esto fuera más como Raquelandia los súbditos se encargarían de todos los preparativos, mientras la reina absoluta del lugar sólo se encargaría de jugar. Pero no fue así.
La idea surgió de un programa de televisión (como suele pasar en estos casos) y como los gusanitos de las manzanas, se abrió paso hasta instalarse de forma definitiva como un verdadero deseo: “quiero acampar”.
Los padres de la niña la miraron con curiosidad y diversión, “claro que si corazón, pero ¿qué quieres hacer en el campamento?” a lo que la pequeña contestó sin la menor duda “quiero sentarme enfrente del fuego y contar historias de terror”. Ahí quedó la cosa. No se habló más del tema durante algunas semanas.
Pero el gusano de la curiosidad siguió su camino al corazón de la manzana y con mayor frecuencia se escuchaba a una niña que jugaba en su cuarto al campamento. En alguna ocasión incluso invitó a papá a la aventura campestre, o quizá fuera boscosa, donde encendieron fogatas y pescaron en un río.
Sobra decir que los papás de la pequeña aventurera se han distanciado de la raíz misma del ser primitivo que busca en bosques y praderas un lugar donde pasar la noche. Digámoslo de esta manera, habían pasado ya muchos años desde su última fogata y entienden por “fuego salvaje” aquel que está en el asador en donde con dominical frecuencia cocinan lo que han podido cazar en sus expediciones al supermercado.
Un buen día el entusiasmo les ganó a todos cuando desandaban, o mejor dicho, “desmanejaban” el camino que los había llevado de su casa a la de los abuelos. “Sale, el viernes que viene hacemos un ensayo en la casa”. La reina de Raquelandia no les creyó y puso a buen resguardo el recuerdo de la promesa. Y tan bien guardado estuvo que ya luego no lo encontró.
Pero papá llegó de un viaje de negocios y a quemarropa preguntó a mamá si tenía todo lo necesario para la expedición casera, para su aventura nocturna. La madre confirmó que, siguiendo su instinto natural de recolectora, estuvo yendo y viniendo para conseguirlo todo. Él sacando el pecho y con un sonido gutural dijo con seguridad incomparable: “pues hay que armar la tienda de campaña y encender el fuego que hoy acampamos en la sala de la casa”.
La niña no salía de su asombro, pero en su papel de reina no quería ayudar a mamá a cargar con almohadas y frazadas. Y la idea de acarrear madera de la cajuela del coche al asador no parecía demasiado atractiva tampoco. Pero el pueblo se le reveló y tuvo que ceder ante el plantón inminente de los súbditos, y cargó con su pijama y con “bonita” la jirafa que abrasaría durante la noche.
Haciendo alarde de destreza, el varón del grupo sacó un pequeño asador de piso (algo así como una cazuela grande) y con utensilios rudimentarios como lo son el keroseno y el encendedor, hizo fuego en el patio trasero de la casa que, aunque de reducidas medidas, ha servido para aquello del asar y del sentirse “iron-chef”.
Mientras la fogata terminaba de cobrar vida el grupo de campistas levantó su campamento. Pusieron en medio de la sala una casa de tela con adornos de Dora “la exploradora” y metieron un colchón inflable con idénticos motivos para la reina. Los vasallos ya no alcanzaron bolsa de dormir y tuvieron que usar el edredón de la cama patriarcal a modo de petate, pues la alfombra, aunque buena para andar descalzos, no deja de ser algo dura para dormir.
Ya entusiasmados con los resultados se sentaron frente al fuego, como tantas y tantas generaciones lo han hecho a lo largo de la humanidad, a contar historias. Su majestad, quiso hacer uso de la palabra y compartió con sabiduría el cuento de dos conejos de pascua que iban al bosque de campamento y se encontraron con un oso tenebroso y una cobra y... ya, se acabó el cuento. “¿Nada mas así?” clamaron los oyentes, “si, nada mas así”.
Hicieron un intermedio para que papá sacara la guitarra y mientras cantaba aquella clásica melodía de “Susanita tiene un ratón” se pusieran al fuego las salchichas. A los grandes, estas mismas les supieron a recuerdo, a la más pequeña le supieron a quemado. Pero seguían contentos los campistas de patio y decidieron pasar al postre ensartando bombones en palitos para brocheta. Para esta ocasión, mamá tenía la historia perfecta que hablaba de una niña que iba por primera vez de campamento y que por primera vez asaba bombones y quedaba sorprendida, como realmente sucedió, cuando el suave caramelo se convirtió en una pequeña antorcha.
La cara de nuestra hija fue un poema cuando probó su primer malvavisco asado. “Mmmm! Pero sin la costrita negra, que esa no me gustó”. Y mamá decía “¡pero si es lo más rico!” “Entonces tú te comes lo quemadito y yo lo de adentro”.
Así, entre historias, salchichas, canciones y bombones decidieron que era hora de dormir. Se pusieron pijama, como jamás lo hacen los verdaderos campistas, y contaron un último cuento de príncipes y princesas, como solía pasar en los bosques con piso de tierra y pino. La aventurera bostezó y entrecerró los ojos. Los mayores salieron de la tienda de campaña para cerrar la jornada como solo los más experimentados lo pueden hacer. Conectaron los celulares para que no se descargaran, metieron los platos en la lavavajillas y cosecharon las siembras virtuales que amenazaban con echarse a perder. Luego entraron en la diminuta casa que habían levantado en medio de su sala y se acostaron en su improvisado lecho, sufriendo la incomodidad de un suelo duro y sacando los pies por la puerta, durmieron abrazados como familia, que más que tigres de asfalto resultaron ser gatos de alfombra.
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