Definitivamente no soy amante del McDonald’s. Mejor dicho,
no me gusta. Pero hay que reconocerles que tienen algunas estrategias de venta
excelentes y que atraen a los niños como el insectronic a los mosquitos. Nomás
pasas junto a uno y no son capaces apartar la vista.
Ese día fuimos porque prometí llevar a mi pequeña de seis
años a los juegos de ese centro de perdición si es que se portaba bien y
terminaba de recoger el cuarto. Yo juré que con esto último me iba a librar,
pero…
La tarde rozaba las cinco y aproveché el incidente para
ganarme unos puntos extras con la dueña de mis quincenas sugiriendo que ella se
quedara a descansar mientras yo cumplía condena. Diez minutos más tarde ya
estábamos ante el mostrador pidiendo el juguete que venden y que incluye algo
así como una hamburguesa y papas de plástico. Inmediatamente busque un lugar
estratégico para acomodarnos: justo en la única entrada del área de juegos en
una banquita para dos, así no tendría que compartir mesa.
El lugar estaba a reventar. Gritos, lloridos, carcajadas,
mamás rogándole a sus hijos que se bajaran del juego pues ya se iban, en el
salón de fiestas estaban masacrado “las mañanitas” y entre todo eso la voz de
Raquelita desde lo alto del juego pidiendo atención y que la mirara para
aplaudir la hazaña de haber conquistado su pequeño Everest.
La saludé desde abajo, me senté y saqué, iluso de mí, un
libro. Estaba buscando la página en la que me había quedado cuando llegó
corriendo un niño a dejar su juguete en mi mesa. Antes de que pudiera decir
cualquier cosa ya se había ido y otro llegaba a pedirme una papa. Se la di casi
al tiempo que una niña me pedía que le dijera al güerito de camisa verde que ya
era su turno al volante del camión de bomberos. Yo trataba de explicarle que ese
no era mi hijo, pero era evidente que ese detalle carecía de importancia, yo
era un papá en McDonald’s y ahí todos son hijos de todos. Fui a dialogar con el
usurpador de turnos mientras buscaba a la que sí era mi hija. Ahí estaba,
dentro de una burbuja de plástico contándole a una niña mayor que ella no sé
que historias sobre Raquelandia
.
Nuevamente en mi puesto intenté leer mientras defendía los
juguetes: el abandonado por el primer niño y el que dejó mi pequeña mientras se
trepaba al juego. Un párrafo más tarde levanté la mirada y la busqué. No
estaba. Me paré para asomarme dentro de la burbuja de plástico sin hallarla.
Tampoco en el camión de bomberos. La busque entre las mesas del área de juegos,
pues no podía haber salido, ya que yo, era el guardián de la puerta y por ahí
no había pasado. Comencé a inquietarme cuando no la hallé en el tobogán. Salí
entonces al restaurante a buscarla.
No había dado más de dos pasos fuera del área de juego
cuando noté que una señora me hacía señas con la mano. “Aquí está” decía el
ademán y luego con las palmas abiertas me pedía calma. ¿Era a mí? Pero yo a esa
señora ni la conocía y ella no podía saber a quién buscaba. Al acercarme un
poco más vi a Raquelita en la silla de junto despachándose las papas de la dama
que me había hecho los ademanes de reconocimiento.
La señora sonreía con ternura mientras la glotona pedía más cátsup
y le sonreía de vuelta a su proveedora de polímeros salados. Cuando me acerqué
la primera en hablar fue la niña:
- – Mira papá. Ésta me dio papas.
- – Corazón – dije asustado y avergonzado - ¡Qué
susto me diste! Y además te estas comiendo las papas de la señora. Y no se dice
“Ésta”. Perdóneme en serio, se me escapó y no vi ni por donde se salió. En
serio, que pena… y además se está comiendo sus papas.
- –Tranquilo joven – comentó la señora con una
calma que ya hubiera querido tener yo – Raquelita salió de la fiesta diciendo
que no encontraba a su papá que era un señor de azul. Así que cuando vi que
alguien de azul salía con cara de miedo, supuse que era usted el papá de esta
adorable niña. Pero siéntese, no se preocupe. ¿Usted no quiere una papa?
Con las mejillas color jitomate me senté mientras rehusaba
ser cómplice del crimen de mi hija. Al parecer la niña había entrado de forma
ilegal a la fiesta en desarrollo y de ahí fue a buscar a: a) Un donador de papas y b) a su papá.
Habiendo encontrado su primer objetivo se estacionó en el lugar hasta que dos
minutos después aparecí yo.
La señora se presentó como Norma y reía ante las ocurrencias
de la soberana de Raquelandia. Dijo estar encantada de conocernos. Me presenté
y tras pedir nuevamente disculpas le ofrecí comprarle un café ya que de las
papas no quedaba nada. Aceptó y después de unos minutos conversábamos sobre los
niños, el McDonald’s y Raquelandia. Preguntaba sobre la peque y yo sin saber porqué
quise contarle su historia, que desde luego, es la nuestra.
Son esos momentos extraños en los que entras en confianza
con alguien a quien no conoces. En los que se abren las puertas que procuras
mantener cerradas. Momentos que difícilmente se olvidan por ser tan escasos y
tan únicos.
Le conté de mis aprensiones y preocupaciones, de mis dudas,
de mis alegrías y de lo difícil que es imaginarse el futuro mientras se vive en
Raqueladia. Y después de mi monólogo guardé silencio. Tomé café y miré a la
pequeñita que tomaba su postre de pay de manzana ajena a la tormenta que se
había desatado en mi corazón. Fue ahí cuando por fin habló Norma.
- – ¿Xavier, te das cuenta de lo curiosa que es la
vida? ¿De lo maravillosa y extraña que es? Como nos da oportunidades y nos pone
en el camino de gente que jamás hubiéramos pensado en conocer. Por ejemplo, yo
no vivo en Toluca. Estaba pasando por aquí de regreso a México y decidí pararme
a comer y descansar un poco. De hecho, ni siquiera me gusta el McDonald’s, pero
era lo que estaba a la vista cuando sentí la necesidad de detenerme. A ustedes,
como familia, la vida les dio el privilegio de cuidar de un ángel. Y a mí, hoy,
me regaló la oportunidad de conocerlos y de estar aquí para que me contaras
esta hermosa historia. Lo más seguro es que jamás nos volvamos a ver, pero créeme
que ésta es de esas experiencias que no se olvidan.
Me agradeció el café, le pidió a Raquelita que tuviera más
cuidado para la próxima y tomando su bolsa salió del restaurante dejándome un
nudo en la garganta y una niña feliz.
Norma, no sé si aún te acuerdas de nosotros. Pero yo si me
acuerdo de ti y del breve encuentro en un restaurante que a ninguno de los dos
nos gusta. Aún me acuerdo de la sensación con la que regresé a casa ese día y
le conté a mi mujer lo ocurrido, esa ligereza de haber descargado lastre
innecesario. Y me acuerdo de ese día en el que descubrí, que en ese tipo de
lugares, en más de una ocasión, todos los niños son hijos de todos.
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