jueves, 18 de mayo de 2017

Viejos Conocidos


Nos conocimos un día jueves. La realidad es que nadie nos presentó formalmente pero me simpatizó desde el primer momento. Ese caminar pausado hablaba de la sabiduría que cargaba a rastras y que no sólo venía de los años, también de una vida dura y de un pasado que quizá querría olvidar.

Sus ojos negros me miraron sin desconfianza y se acercó a olerme con desenfado. La realidad es que yo no sabía cómo me debía comportar. Su presencia en la futura escuela de mi hija era intrigante.  Inusual del todo.

Fue cuando llegó ella y rompió el encanto y la fascinación.  Ella sí que era desconfiada. Mucho más joven que él y con instinto maternal  me miró con desconfianza. Toda ella se mostraba protectora de los niños que corrían por el pasillo de la escuela, los que estaban en el patio y los que estudiaban en las aulas. Ella si exigía una presentación formal y se la pidió a Laura.  “Ellos son Kenia y Golfo…” dijo la directora de la escuela acariciando la cabeza de la perra negra mientras el viejo pastor alemán daba media vuelta, bostezaba y se tendía en el suelo justo donde había un manchón de sol.

Desde ese día nos volvimos buenos conocidos. Me acostumbre a verlos cuando visitaba la escuela y se volvieron parte necesaria del paisaje. No había vez que al recorrer el pasillo no viera a Golfo dejándose acariciar por algún niño o por algún maestro. Siempre vino a saludar buscando las manos del visitante, pidiendo una caricia y preguntando si no habría alguna golosina que le pudieras compartir.

Sabía de buena fuente que no le gustaba ver a los niños llorar. Mi hija regresó más de una vez contando como él la había acompañado durante un  episodio de frustración o enojo.
También conocí algunas de sus fechorías. Mi mujer y yo nos moríamos de risa durante un festejo navideño cuando en la cocina, se alzaron muchas voces de mamás voluntarias que sirviendo platos no habían notado la presencia de Golfo, quien aprovechándose de su sabiduría canina, había visto una oportunidad de oro para participar de la comida de Navidad.

O la ocasión en la que Raquelita rompió a llorar en el coche de regreso a casa cuando la mamá le preguntó si los tacos dorados del lunch habían estado ricos. Ella denunció al ladrón del último y más preciado taco, aquel que tenía más crema y queso. El beso maternal de consuelo fue acompañado con esta pregunta: ¿A cuántos niños conoces que puedan decir que el perro de su escuela le robó su lunch?


La semana pasada lo vi cansado. Con andar penoso fue a recibirme como siempre, y como siempre le rasqué el hocico y detrás de las orejas. Luego me quedé pensando en los años que llevamos de conocernos, me puse en cuclillas para mirarlo a los ojos y darle las gracias por ser parte de la historia de nuestra familia.

domingo, 23 de abril de 2017

HIJOS DE TODOS

Definitivamente no soy amante del McDonald’s. Mejor dicho, no me gusta. Pero hay que reconocerles que tienen algunas estrategias de venta excelentes y que atraen a los niños como el insectronic a los mosquitos. Nomás pasas junto a uno y no son capaces apartar la vista.

Ese día fuimos porque prometí llevar a mi pequeña de seis años a los juegos de ese centro de perdición si es que se portaba bien y terminaba de recoger el cuarto. Yo juré que con esto último me iba a librar, pero…
La tarde rozaba las cinco y aproveché el incidente para ganarme unos puntos extras con la dueña de mis quincenas sugiriendo que ella se quedara a descansar mientras yo cumplía condena. Diez minutos más tarde ya estábamos ante el mostrador pidiendo el juguete que venden y que incluye algo así como una hamburguesa y papas de plástico. Inmediatamente busque un lugar estratégico para acomodarnos: justo en la única entrada del área de juegos en una banquita para dos, así no tendría que compartir mesa.

El lugar estaba a reventar. Gritos, lloridos, carcajadas, mamás rogándole a sus hijos que se bajaran del juego pues ya se iban, en el salón de fiestas estaban masacrado “las mañanitas” y entre todo eso la voz de Raquelita desde lo alto del juego pidiendo atención y que la mirara para aplaudir la hazaña de haber conquistado su pequeño Everest.

La saludé desde abajo, me senté y saqué, iluso de mí, un libro. Estaba buscando la página en la que me había quedado cuando llegó corriendo un niño a dejar su juguete en mi mesa. Antes de que pudiera decir cualquier cosa ya se había ido y otro llegaba a pedirme una papa. Se la di casi al tiempo que una niña me pedía que le dijera al güerito de camisa verde que ya era su turno al volante del camión de bomberos. Yo trataba de explicarle que ese no era mi hijo, pero era evidente que ese detalle carecía de importancia, yo era un papá en McDonald’s y ahí todos son hijos de todos. Fui a dialogar con el usurpador de turnos mientras buscaba a la que sí era mi hija. Ahí estaba, dentro de una burbuja de plástico contándole a una niña mayor que ella no sé que historias sobre Raquelandia
.
Nuevamente en mi puesto intenté leer mientras defendía los juguetes: el abandonado por el primer niño y el que dejó mi pequeña mientras se trepaba al juego. Un párrafo más tarde levanté la mirada y la busqué. No estaba. Me paré para asomarme dentro de la burbuja de plástico sin hallarla. Tampoco en el camión de bomberos. La busque entre las mesas del área de juegos, pues no podía haber salido, ya que yo, era el guardián de la puerta y por ahí no había pasado. Comencé a inquietarme cuando no la hallé en el tobogán. Salí entonces al restaurante a buscarla.

No había dado más de dos pasos fuera del área de juego cuando noté que una señora me hacía señas con la mano. “Aquí está” decía el ademán y luego con las palmas abiertas me pedía calma. ¿Era a mí? Pero yo a esa señora ni la conocía y ella no podía saber a quién buscaba. Al acercarme un poco más vi a Raquelita en la silla de junto despachándose las papas de la dama que me había hecho los ademanes de reconocimiento.
La señora sonreía con ternura mientras la glotona pedía más cátsup y le sonreía de vuelta a su proveedora de polímeros salados. Cuando me acerqué la primera en hablar fue la niña:

-          – Mira papá. Ésta me dio papas.
-          – Corazón – dije asustado y avergonzado - ¡Qué susto me diste! Y además te estas comiendo las papas de la señora. Y no se dice “Ésta”. Perdóneme en serio, se me escapó y no vi ni por donde se salió. En serio, que pena… y además se está comiendo sus papas.
-          Tranquilo joven – comentó la señora con una calma que ya hubiera querido tener yo – Raquelita salió de la fiesta diciendo que no encontraba a su papá que era un señor de azul. Así que cuando vi que alguien de azul salía con cara de miedo, supuse que era usted el papá de esta adorable niña. Pero siéntese, no se preocupe. ¿Usted no quiere una papa?

Con las mejillas color jitomate me senté mientras rehusaba ser cómplice del crimen de mi hija. Al parecer la niña había entrado de forma ilegal a la fiesta en desarrollo y de ahí fue a buscar a:  a) Un donador de papas y b) a su papá. Habiendo encontrado su primer objetivo se estacionó en el lugar hasta que dos minutos después aparecí yo.

La señora se presentó como Norma y reía ante las ocurrencias de la soberana de Raquelandia. Dijo estar encantada de conocernos. Me presenté y tras pedir nuevamente disculpas le ofrecí comprarle un café ya que de las papas no quedaba nada. Aceptó y después de unos minutos conversábamos sobre los niños, el McDonald’s y Raquelandia. Preguntaba sobre la peque y yo sin saber porqué quise contarle su historia, que desde luego, es la nuestra.

Son esos momentos extraños en los que entras en confianza con alguien a quien no conoces. En los que se abren las puertas que procuras mantener cerradas. Momentos que difícilmente se olvidan por ser tan escasos y tan únicos.

Le conté de mis aprensiones y preocupaciones, de mis dudas, de mis alegrías y de lo difícil que es imaginarse el futuro mientras se vive en Raqueladia. Y después de mi monólogo guardé silencio. Tomé café y miré a la pequeñita que tomaba su postre de pay de manzana ajena a la tormenta que se había desatado en mi corazón. Fue ahí cuando por fin habló Norma.

-          – ¿Xavier, te das cuenta de lo curiosa que es la vida? ¿De lo maravillosa y extraña que es? Como nos da oportunidades y nos pone en el camino de gente que jamás hubiéramos pensado en conocer. Por ejemplo, yo no vivo en Toluca. Estaba pasando por aquí de regreso a México y decidí pararme a comer y descansar un poco. De hecho, ni siquiera me gusta el McDonald’s, pero era lo que estaba a la vista cuando sentí la necesidad de detenerme. A ustedes, como familia, la vida les dio el privilegio de cuidar de un ángel. Y a mí, hoy, me regaló la oportunidad de conocerlos y de estar aquí para que me contaras esta hermosa historia. Lo más seguro es que jamás nos volvamos a ver, pero créeme que ésta es de esas experiencias que no se olvidan.
Me agradeció el café, le pidió a Raquelita que tuviera más cuidado para la próxima y tomando su bolsa salió del restaurante dejándome un nudo en la garganta y una niña feliz.

Norma, no sé si aún te acuerdas de nosotros. Pero yo si me acuerdo de ti y del breve encuentro en un restaurante que a ninguno de los dos nos gusta. Aún me acuerdo de la sensación con la que regresé a casa ese día y le conté a mi mujer lo ocurrido, esa ligereza de haber descargado lastre innecesario. Y me acuerdo de ese día en el que descubrí, que en ese tipo de lugares, en más de una ocasión, todos los niños son hijos de todos.