Nos conocimos un día jueves. La realidad es que nadie nos presentó
formalmente pero me simpatizó desde el primer momento. Ese caminar pausado
hablaba de la sabiduría que cargaba a rastras y que no sólo venía de los años,
también de una vida dura y de un pasado que quizá querría olvidar.
Sus ojos negros me miraron sin desconfianza
y se acercó a olerme con desenfado. La realidad es que yo no sabía cómo me
debía comportar. Su presencia en la futura escuela de mi hija era intrigante. Inusual del todo.
Fue cuando llegó ella y rompió el encanto y
la fascinación. Ella sí que era
desconfiada. Mucho más joven que él y con instinto maternal me miró con desconfianza. Toda ella se
mostraba protectora de los niños que corrían por el pasillo de la escuela, los
que estaban en el patio y los que estudiaban en las aulas. Ella si exigía una
presentación formal y se la pidió a Laura.
“Ellos son Kenia y Golfo…” dijo la directora de la escuela acariciando
la cabeza de la perra negra mientras el viejo pastor alemán daba media vuelta,
bostezaba y se tendía en el suelo justo donde había un manchón de sol.
Desde ese día nos volvimos buenos
conocidos. Me acostumbre a verlos cuando visitaba la escuela y se volvieron
parte necesaria del paisaje. No había vez que al recorrer el pasillo no viera a
Golfo dejándose acariciar por algún niño o por algún maestro. Siempre vino a
saludar buscando las manos del visitante, pidiendo una caricia y preguntando si
no habría alguna golosina que le pudieras compartir.
Sabía de buena fuente que no le gustaba ver
a los niños llorar. Mi hija regresó más de una vez contando como él la había
acompañado durante un episodio de
frustración o enojo.
También conocí algunas de sus fechorías. Mi
mujer y yo nos moríamos de risa durante un festejo navideño cuando en la
cocina, se alzaron muchas voces de mamás voluntarias que sirviendo platos no
habían notado la presencia de Golfo, quien aprovechándose de su sabiduría
canina, había visto una oportunidad de oro para participar de la comida de
Navidad.
O la ocasión en la que Raquelita rompió a
llorar en el coche de regreso a casa cuando la mamá le preguntó si los tacos
dorados del lunch habían estado ricos. Ella denunció al ladrón del último y más
preciado taco, aquel que tenía más crema y queso. El beso maternal de consuelo
fue acompañado con esta pregunta: ¿A cuántos niños conoces que puedan decir que
el perro de su escuela le robó su lunch?
La semana pasada lo vi cansado. Con andar
penoso fue a recibirme como siempre, y como siempre le rasqué el hocico y
detrás de las orejas. Luego me quedé pensando en los años que llevamos de
conocernos, me puse en cuclillas para mirarlo a los ojos y darle las gracias
por ser parte de la historia de nuestra familia.